jueves, 21 de julio de 2016

Domingo.

Hoy es domingo y se nota. Estoy escuchando música antigua pero una moto distorsiona el sonido. La calle huele a humedad y el suelo está mojado: ha llovido. Una pareja está cruzando la calle ahora; ambos son morenos, él lleva gafas, va vestido de gris y es más alto que ella, ella lleva un abrigo granate y un bolso blando. Él pasa su brazo por el hombro de ella y yo me pregunto por qué. Ya se han ido. Un coche rojo pasa por la carretera y me obliga a mirarle. Yo lo veo todo desde un lugar lejano, desde arriba, desde mi torre, ajena al mundo. No hace frío aquí pero abajo sí. Y un perro ladra.
El hotel a mi izquierda está iluminado por la luz blanca que recorta sobre él la silueta de los árboles, y me llama. En la puerta de ese hotel me habló un hombre estadounidense una vez y me puse tan nerviosa que se me olvidó todo el inglés que sabía. Él intentaba el español y finalmente nos entendimos: quería saber si podía lavarse en el hotel. Creo que había estado viajando durante mucho tiempo y no sabía muy bien dónde estaba o quizá no tenía dónde alojarse. Probablemente esa noche dormiría en su coche y reemprendería el viaje por la mañana.
He abierto la ventana para ver si estaba ahí, para recordarte, para llorar, para salir de aquí. No sé para qué. "¿Crees en el amor?" dice lo que estoy oyendo ahora mismo. "No te necesito" repite una y otra vez. Yo creo en el amor y te necesito. No me gusta esta canción pero, no sé por qué, me sé toda la letra. Me duelen las muñecas, tengo las manos frías y las uñas violáceas; debería dejar de mordérmelas pero lo estoy haciendo ahora mismo. Estoy sangrando y me gusta ese sabor metálico que tiene la sangre.
Hay una botella de vino en el estante de arriba. Es curioso el vino. No me gusta su sabor pero a pesar de eso, me parece elegante y sofisticado. El vino tiene tantas peculiaridades como la canción anterior. Mirar a los libros me produce seguridad, intriga, nostalgia y algo así como calor familiar. Son mis amigos desde hace tanto tiempo que al verlos me siento en paz, en casa, en mi hogar.
Estoy pensando en escribir sobre un cincuentón que escucha blues suave y bebe whisky caro sentado en un sillón de piel frente a una mesa de cristal en un salón con luz tenue y muebles de madera a su alrededor, algunos apoyados sobre la pared lisa de color beige.
Me he asomado otra vez a la ventana y de repente quiero llorar, pero no me quedan lágrimas. La luz de esta lámpara me molesta y acabo de recordar que a ti también te hacía daño, que te quitaste las gafas, te frotaste los ojos y me pediste que la apagase.
Hay una gota de pintura azul en el espejo; no sé cómo ha llegado ahí, quizás al abrir el bote nuevo. Otra canción: "Míralo arder", grita esta. El vaho que dibuja formas en el cristal cuando susurro se cree divertido hoy. A veces miro al edificio que se alza frente a mi casa, observo a la gente y me imagino sus vidas. Hay una adolescente sujetando a un perro mediano marrón entre sus brazos. Me pregunto cuándo lo habrá adquirido: ¿quizá en navidad?, ¿por su cumpleaños? Ha soltado al animal y está escribiendo en el ordenador. Estará chateando con su mejor amiga sobre la dificultad del examen de mañana. Ha apagado la luz y se ha ido. En este momento, odio la luz. Necesito música alta y oscuridad para escapar de aquí. Es demasiado bonito... "Perdida en la oscuridad" canta esta otra. Yo me hallo en la oscuridad y la canción dice lo contrario: la vida ha decidido hacer chistes conmigo. Y yo no sé para qué he abierto la ventana.

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